El día que Murphys Law ingresó a la organización.
- Gabriel Calicchia
- 19 ago 2021
- 5 Min. de lectura

Hoy es un día distinto en la oficina. El jefe de Departamento nos comunicó que ingresaba a la organización un nuevo empleado que reunía las características humanas de ser como el “Sol”.Interpretando que el nuevo integrante del equipo era una persona íntegra, buena y solidaria (por lo de “Sol”), me apresté a tomar un café para recibirlo bien despierto y lúcido.
Me dirigí al office muñido de mi tasa azul marino que en su frente exhibía la estampa del buque que me me había albergado durante el último crucero que realicé. Que viajecito... Cómo olvidarlo si de los diez días de travesía, cuatro me los había consumido en la enfermería del buque producto de una intoxicación por haber consumido una langosta más añeja que la momia de Nefertiti.
Pensando en mi nuevo compañero ingresé la tasa con agua en el microondas. Mientras ésta giraba como disco de vinilo en bandeja, comencé a notar que una lluvia de lucidez me inundaba. Por un instante pensé que estaba siendo iluminado por una varita mágica que haría que el Martes 13 que estábamos transitando, transcurriera como una verdadera revelación para mi. Y sí, fue una revelación notar que los destellos que percibía provenían del interior del aparato de cocción. Había olvidado retirar la cuchara de metal de la tasa y, entre rayos y centellas generados por la interacción entre el metal y las microondas, podía apreciar cómo el barco de mi tasa azul marino navegaba en círculos, entre mareado y acosado por una implacable tormenta eléctrica.
Luego de comprobar que el disyuntor de la oficina funcionaba adecuadamente (dejé sin luz a todo el piso), y de revisar las quince alacenas del lugar, localicé en la última, el santo grial: el frasco de café instantáneo. Es de destacar que durante la maniobra, al abrir las puertas del aparador número 7, ubicado 30° a estribor de mi norte, un mundo de tupperwares con sus respectivas tapas y accesorios que mis queridos compañeros acumulaban desde hace parecía ser una centuria, descendieron desde los cielos para darme un plástico abrazo.
Terminada la ardua tarea de meter el berenjenal de contenedores plásticos en la alacena, abrí el frasco del elixir matutino y noté que en el fondo del mismo podía divisar la punta de mis zapatos. Como era deducible nos habíamos quedado sin el preciado artículo de molienda equilibrada.
Como conocía la zona cual baquiano entrado en años, sabía que había un super chino (no un super héroe oriental, un supermercado chino), a tan solo milla y media de mi geo-posición.
Raudo y veloz me dirigí al supermercado para hacerme del preciado "polvo mágico del despertar". Luego de seleccionar la marca que consumimos habitualmente, descubrí que la suerte me seguía. Enganche una “promo” que el chino estaba realizando con la compra del café. Se trataba de un par de anteojos solares que venían finamente adheridos al frasco con tres metros de cinta de embalar.
Como buen consumidor, quise probar el bien que estaba llevando. Luego de perder solo 30 minutos en desenredar los lentes y descubrir que mis manos tenían más adherencia que las del hombre araña, me coloqué las gafas. De inmediato pude comprobar y afirmar que eran de excelente calidad. Calculé que mínimo deberían brindar protección UV 400 dado que no podía ver más allá de la lente pegoteada. Es más, la oscuridad que producía era tal que podían ser utilizados también para conciliar el sueño.
No queriendo herir la voluntad promocional y de marketing mix del oriental, que para colmo me estaba mirando, me dejé los lentes puestos. Avancé unos 35 cm. y noté al tacto, con la punta de mi pie izquierdo, que una montaña de latas de puré de tomates se rendía ante mi avance, como siglos atrás lo había hecho el Mar Rojo frente a Moisés.
Lo que interpreté como un cordial saludo oriental que provenía del propietario del local hacia mi persona y mis parientes me hizo volver a la realidad y tras apilar nuevamente las 1.362 latas que conformaban el Aconcagua que había derribado, me dirigí a la caja para abonar.
Como estaba corto de tiempo, luego de analizar estratégicamente la situación “cajeril”, me direccioné hacia la registradora que tenía menos cola. Pasaron quince minutos y comprobé que seguía en el mismo lugar; en la misma baldosa y como era de esperar, las otras colas avanzaban como agua de rápidos cordilleranos. Por las dudas, conociendo y habiendo experimentado las herramientas promocionales del chino, me acerqué al cajero para corroborar que no se tratara de una gigantografía. Fue en ese momento cuando noté que la demora lógica respondía a que un nuevo integrante de la comunidad, recién arribado a Buenos Aires después de 45 días de tránsito marítimo, estaba aprendiendo la dichosa función de cobranzas, actividad ésta que demanda conocer denominaciones monetarias, tipos, vueltos y/o caramelos y el famoso vocablo salvavidas: "nontiendo".
Al percatarme de este hecho, raudo y veloz tomé acción correctiva y me desplacé a la caja de mi izquierda.
Como era de esperar y conforme a mis cálculos matemáticos, la cola que acababa de abandonar empezó a moverse a una velocidad espasmódica.
Veinticinco minutos más tarde, ya en la oficina, me preparé la infusión y me la llevé al escritorio. Al dar el primer sorbo, me di cuenta que el café estaba más caliente que el día en el que el Vesubio entró en erupción y consumió la ciudad de Pompeya.
Previsor, como siempre, intenté no ingerir la lava ardiente hasta convertirla, dentro de mi boca, en piedra pómez.
Desafortunadamente la lava pudo más. Al apoyar la tasa tratando de contener la emoción que emanaba en forma de lágrimas de mi rostro (por haberme quemado hasta la amalgama de la muela), no me percaté de que estaba apoyando la tasa arriba del mouse …y sí, volqué el café sobre el ratoncito y el teclado.
Como buen analista de riesgos, busqué evaluar los daños producidos. Primero probé el desplazamiento del mouse. Andaba bastante bien, la cálida corriente de líquido que había recibido, le había producido un ataque de Parkinson pasajero (se movía para cualquier lado, menos para donde yo quería).
El teclado era otra historia. El azúcar que contenía el café se había solidificado y la única manera de poder hacerlo funcionar era con una masa y un cincel.
Mientras veía como podía resolver estos desafíos tecnológicos, nuestro jefe nos llamó para presentarnos a nuestro nuevo compañero.
- Equipo - dijo el Jefe.
- Les presento a Murphys Law, su nuevo compañero.
Como es la costumbre, nos presentamos. En ese primer momento en donde la impresión que nos hacemos del otro es lo que cuenta, no noté nada raro que lo haga verse como un “Sol” (igualmente, ante la duda, tenía conmigo las gafas de promoción).
Acto seguido, cuando nos desconcentramos y todos volvieron a sus puestos de trabajo, me acerque a mi jefe y le pregunté:
-¿Por qué nos había comentado que Murphy era como el “Sol”?
Él me respondió.
- Murphy es como el sol, podés no verlo, pero sentirás sus efectos.-
Recién ahi sentí como si a Murphy lo conociera de antes.
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