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El día que conocí a Murphy; un hombre de ley.


Hoy desperté reconociendo que en mi mente tenía menos problemas que los que me invadían cuando me fui a dormir. De repente recordé que había tardado horas en conciliar el sueño. Las ovejas pasaban incontablemente y los problemas reinaban la imaginaria burbuja por donde ellas transitaban.

No importa; ahora, al despertar entre dormido, ya se habían disipado.

Me incorporé de la cama y noté que me faltaba una de las pantuflas. Traté de localizarla con los pies y no podía dar con ella. Luego de revisar la zona con un resultado infructuoso, me dirigí al vestidor y busqué en el armario mi par alternativo; dúo que demoré también en localizar.

Como es mi costumbre, concurrí al baño para cepillarme los dientes y tomar un baño. Con mi mano menos diestra, agarré del dispenser la crema dental… rectifico, el pomo de lo que alguna vez contuviera crema dental. Lo poco que quedaba de ella se encontraba escondida un el recóndito y remoto lugar de ese triángulo de Bermudas en el que se había convertido ese bendito envase.

No importa; con paciencia de cirujano y siempre con mi mano menos hábil presioné el mismo buscando rescatar de su interior lo poco que quedaba de contenido y, como no podía ser de otra forma, cuando comenzó a asomar, la pasta se resbaló del cepillo y fue a dar al lavatorio.

No importa, como pude me cepillé los dientes y, acto seguido, me dispuse a tomar un baño.

Mientras me duchaba y pensaba en la reunión que tenía hoy, manoteé la jabonera y descubrí que del jabón sólo quedaba una lámina delgada y, para peor, el de repuesto que había comprado se encontraba en el sótano (a tan sólo 0,055 millas náuticas del lugar). Entre intrepideces y malabares, me las arreglé con el último aliento del material espumoso. Me enjuagué, y a tientas, busqué la toalla que… y si; me había olvidado de agarrar del armario. Como pude y tratando de no mojar el piso fui al encuentro de ella. Al comenzar a secarme noté que casi no me había hecho falta porque dejé todo el líquido que tenía en el cuerpo en el piso que había decidido no mojar.

No importa; como pude volví a mi pieza para vestirme. Me dirigí al vestidor nuevamente y como era de esperar, tropecé con la pantufla que había dado por desaparecida. ¡Que suerte! Por fin la había encontrado.

Fue en ese mismo momento cuando de mis ojos brotaron lágrimas que… ah, no eran de alegría. Respondían al dolor que sentía por haber golpeado una de las patas de la cama con el dedo meñique (ese que sabemos que lo único que sirve es para golpearse).

No importa; había saboreado la gloria de haber vuelto a formar la pareja de mis pantuflas favoritas.

Me vestí inaugurando una nueva camisa que había adquirido para la reunión de hoy y, luego de vestirme, busqué ese perfume nuevo que había comprado. Solo demoré un minuto para vencer el maquiavélico embalaje y dar con el frasco. Presioné el dosificador y nada salió. Repetí la operación y nada. Hice lo mismo verificando ocularmente si había una obstrucción en la salida y puf; salió un chorro teledirigido a mi ojo.

No importa; Dios me proveyó de un par y, ojo en compota mediante, me bañé en perfume (ya que el dosificador parecía operar como la boquilla de un matafuego).

Obviamente todavía me quedaba la desafiante tarea de volver a incorporar el frasco en el origámico envoltorio. Fue ahí donde descubrí que si algo es difícil de desembalar, es imposible de volver a embalar.

Ya cambiado, me dispuse a desayunar. Calenté la leche y el café, tomé las tostadas, el queso crema y la mermelada de la heladera, y me senté a disfrutar de una merecida colación. Previo a ello tuve que levantarme de la mesa para hacerme de los cubiertos necesarios para cubrir las maniobras de untar y revolver, que había olvidado tomar inicialmente.

Me serví la leche y la corté con café. En el desarrollo de ese acto percibí lo afortunado que era dado que pude apreciar lo cerca que estuve de salpicar mi ropa con el café que se incorporaba coloreando el inmenso mar blanco que contenía mi taza.

Segundos después, cuando estaba untando la mermelada sobre el queso blanco que reposaba en la más que frágil tostada, ésta se rompió. Caprichosamente, tanto la mermelada como el queso y un ejército de migas y pedazos de tostada fueron a dar sobre la camisa nueva que me había comprado para la ocasión.

No importa; tengo otra. Claro está que tuve que encontrarla en el armario y luego plancharla.

Bajé al garaje; tomé el auto y salí a enfrentar el día con el optimismo de siempre (o el que me quedaba).

Mientras esperaba avanzar, detenido por el semáforo que se mostraba inmaduro por más tiempo que el usual, me entretuve viendo la vidriera del local en donde, días atrás, había comprado mi nueva camisa, aquella que no pude usar porque perdió su virginidad ante el ataque cruel de la mermelada, el queso crema y la desestructurada tostada. Para mi sorpresa vi a una gemela de la mía que, como no podía ser de otra manera, había bajado de precio.

No importa, la mía… la tengo para lavar.

Mientras seguía esperando, tracé mi ruta y dirección en el GPS y una vez habilitado por las bocinas de la cola de autos que tenía detrás, comencé mi trayecto, no sin antes saludar a la multitud de conductores que parecían conocer a todos mis parientes.

Luego de llegar a la dirección indicada por mi aparato, me encontré con una hermosa y antigua propiedad. Toqué el timbre y me atendió una agradable anciana en pantuflas, salto de cama y ruleros.

Como es mi costumbre, me presenté y le entregué mi tarjeta personal. Ante la cara de desconcierto de la Abuela que me miraba con unos ojos que se ocultaban detrás de los ruleros cual binoculares, no tardé en darme cuenta que no estaba en el lugar indicado. Esa calle tenía numeración vieja y nueva. Yo puse la nueva y el bendito instrumento me dirigió dos kilómetros más alejado de lo que correspondía ya que me había indicado la vieja.

No importa. Todavía contaba con tiempo y me quedaba combustible.

Tomé mi auto y me dirigí a la dirección correcta. Me presenté en la recepción de mi cliente. Luego de aguardar unos minutos di con su asistente quien me comentó que estaba un poquitín demorado.

Hora y media más tarde, mi nuevo cliente bajaba raudo y veloz por las escaleras para recibirme. Se trataba de él, el señor Murphy, un hombre de ley que había descubierto desde el momento que abrí los ojos.

G.F.C.

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