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“Y pensar que éramos tan libres cuando estábamos controlados”

Actualizado: hace 4 días

Un artículo ácido sobre la pereza analítica, la ilusión de libertad y la responsabilidad estratégica de pensar el futuro




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La frase suena contradictoria, casi absurda, pero encierra una verdad incómoda: la libertad siempre resulta más liviana cuando otro se ocupa de pensar por nosotros. Éramos “tan libres” cuando alguien nos decía qué hacer, qué temer y qué esperar. Ese estado de comodidad disfrazado de autonomía nos exime de la tarea más pesada de todas: analizar el entorno, detectar las fricciones y asumir la responsabilidad de interpretar el mundo antes de actuar.


Hoy nos gusta declamar la palabra “libertad” como si fuese un souvenir ideológico, un pequeño objeto brillante que se agita al viento para parecer modernos, rebeldes o independientes. Pero la libertad —la verdadera— exige algo mucho menos glamoroso: inteligencia analítica, disciplina para pensar y capacidad de soportar la incertidumbre sin caer en la tentación de entregarnos a otro que piense por nosotros.


Pero ojo, la libertad duele. La ignorancia, en cambio, anestesia.


La comodidad del control

Cuando “estábamos controlados”, parecíamos más libres porque no había que elaborar hipótesis, diseñar escenarios ni estudiar variables inciertas. El control externo actuaba como una prótesis cognitiva: otros decidían los límites y nosotros sólo debíamos movernos dentro de ellos. Sin responsabilidad. Sin consecuencias. Sin estrategia.


Era un mundo pequeño, ordenado y previsible, aunque disfrazado de asfixia. Lo que nos molestaba no era el control, sino la consciencia de que, al quitárnoslo, quedaríamos desnudos frente a un entorno complejo que exige pensar.


La pereza de analizar: el nuevo opio

En lugar de profundizar, preferimos opinar. En lugar de estudiar, preferimos reaccionar. En lugar de planificar, preferimos improvisar.


Creemos que analizamos porque leemos un par de titulares, miramos un gráfico en redes o escuchamos una frase contundente que nos ahorra el esfuerzo de procesar datos. Construimos relatos instantáneos, listos para usar, como si la inteligencia fuese un sticker que se pega sobre la incertidumbre.


Pero la realidad es más cruel: renunciamos al pensamiento estratégico porque resulta incómodo. La inteligencia analítica no sólo ilumina; también revela. Y lo que revela, muchas veces, nos obliga a cambiar, corregir, invertir energía y asumir la responsabilidad de nuestras decisiones.


Pensar cansa. Por eso muchos prefieren la ficción de la libertad: esa versión edulcorada que no exige análisis, sino sólo indignación y aplausos.


La ironía del horizonte que se escapa

La vida —personal, organizacional, social— es un diálogo permanente con un horizonte que avanza mientras caminamos. Parece provocador: cuanto más lo buscamos, más se aleja. Tal vez para recordarnos que la libertad no consiste en llegar, sino en saber hacia dónde vamos.


Ese horizonte movedizo es, paradójicamente, lo que nos obliga a planificar. La planificación estratégica no es una jaula, sino la herramienta que nos permite avanzar con sentido en un entorno que cambia, tensiona y desafía.


Hablar de libertad sin planificación es como hablar de navegación sin, por lo menos, una brújula: una fantasía adolescente disfrazada de romanticismo.


Volver a la inteligencia para recuperar la libertad

La inteligencia analítica no controla. No limita. No domestica. Libera.


Porque reduce la incertidumbre, ilumina los posibles caminos y nos permite ejercer la libertad de acción con conciencia. Ser libres no es “hacer lo que queremos”: es saber lo que hacemos y entender las consecuencias que se derivan de cada decisión.


La inteligencia —cuando se la usa— nos devuelve el poder de construir. Cuando la evitamos, otro lo hará por nosotros. Y entonces volveremos a sentirnos “tan libres” como antes… mientras volvemos, sin darnos cuenta, a estar controlados.


La deuda con las generaciones futuras

Cada análisis que evitamos, cada decisión improvisada, cada concesión a la comodidad del pensamiento superficial, es una cuota que pagarán quienes vengan después. El horizonte se corre, sí. Pero su movimiento no es una burla: es una invitación.


Una invitación a construir para que otros puedan intentar alcanzarlo. A pensar no sólo para sobrevivir hoy, sino para que mañana tenga sentido.


Porque la libertad es un proyecto intergeneracional. Somos libres cuando pensamos, actuamos y dejamos estructuras sólidas para que las futuras generaciones sean —ellas sí— un poco más libres que nosotros.


Epílogo ácido, pero honesto

Si no analizamos el entorno, si no reconocemos las fricciones, si no usamos la inteligencia para comprender el sistema, volveremos a caer en la misma trampa: la ilusión de una libertad sin esfuerzo, sin datos, sin estrategia.


Una libertad infantil. Una libertad obediente. Una libertad cómoda. Una libertad falsa.


Y terminaremos diciendo, con cinismo o nostalgia: “Y pensar que éramos tan libres cuando estábamos controlados.”


Gabriel Calicchia.

 
 
 

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